MERCADERES DEL MEDIEVO Y MAGNATES RENACENTISTAS
Ya en una fase tan temprana de la alta Edad Media como el siglo sexto, Gregorio de Tours narra que, con
motivo de la entrada del rey Gontran en Orleans, acaecida el año 585, el monarca fue aclamado por la
muchedumbre "en latín y en la lengua de los sirios". Poco después, en el 591, el rey Clotario concedía la sede
episcopal de París a un acaudalado mercader sirio, tras el oportuno desembolso por parte de éste de una
importante suma pecuniaria. No obstante, la numerosa presencia de mercaderes y negociantes sirios en la
Europa medieval desapareció casi por completo, y por causas escasamente conocidas, hacia principios del
siglo IX, momento a partir del cual su lugar sería ocupado por sus principales competidores, los comerciantes
judíos.
Durante los cinco siglos siguientes, la trayectoria de los mercaderes israelitas en territorio europeo se verá
envuelta en una compleja sucesión de éxitos económicos y de vicisitudes políticas de muy diverso signo.
Duramente tratados por varios monarcas visigodos y burgundios, su momento de mayor esplendor e
influencia se producirá en la Francia Carolingia, período después del cual sus condiciones fueron empeorando
progresivamente hasta desembocar en la expulsión decretada en 1306 por el rey Felipe el Hermoso, que
confiscó todas sus propiedades. A partir de aquel suceso habrá que esperar tres siglos para advertir
nuevamente la presencia de los empresarios y banqueros judíos en los primeros lugares de la economía
europea, coincidiendo con la gran eclosión mercantil y financiera que se produjo a lo largo del siglo XVII en
los Países Bajos. Desde entonces, y ya sin interrupción, su auge no haría sino ir en aumento.
Pero el interdicto del trono francés no afectó únicamente a los negociantes hebreos, sino que se hizo
extensivo a los otros dos grandes poderes económicos de la época: los Templarios y los mercaderes
lombardos, aunque los resultados del golpe fueron distintos en cada caso. Así, mientras que la Orden del
Temple, principal potencia financiera por entonces, se precipitó a raíz de aquel evento en un declive
irremisible en prácticamente todo el occidente europeo, para los empresarios lombardos el suceso apenas
supuso un contratiempo limitado al territorio francés y al reinado del citado monarca. En sus restantes
dominios, y muy especialmente en el ámbito mediterráneo, su poderío permanecería inalterable, hasta el
punto de poder afirmarse que con ellos se inició la configuración de los elementos que iban a dar paso al
capitalismo renacentista y moderno.
No obstante, dentro de la denominación genérica de lombardos debe significarse la existencia de dos
grupos claramente diferenciados, tanto por sus actividades mercantiles como por los métodos y
procedimientos que caracterizaron a cada uno de ellos. Tales fueron, de un lado, los mercaderes florentinos, y
de otro, los grandes empresarios genoveses y venecianos. En cualquier caso, la preponderancia económica
alcanzada por todos ellos a partir del siglo XIV se hizo ostensible no solamente en la cuenca mediterránea,
sino también en países como Alemania, Francia o Inglaterra, al punto que durante las tres centurias siguientes
la denominación de lombardo fue sinónimo en toda Europa de prestamista usurario.
Si fuese preciso citar un nombre paradigmático de la influencia y el poderío alcanzados por los magnates
florentinos, éste no podría ser otro que el de la familia Médicis, cuya trayectoria e intereses discurrieron por lo
regular íntimamente ligados a los del Estado Vaticano. De hecho, Juan de Médicis, fundador de la dinastía,
fue el banquero oficial de los papas Juan XXII y Martín V, siendo su hijo Cosme quien gestionó y administró
todos los movimientos de fondos destinados a financiar el Concilio de Basilea de 1431. Pero el momento de
máximo esplendor de la familia se iba a alcanzar con un biznieto de Juan de Médicis, Lorenzo el Magnífico,
quien tomó parte activa en casi todas las disputas y querellas europeas de su época, aunque el escaso tino que
demostró en tales menesteres le acarreó un cúmulo de reveses y enemistades que acabarían provocando el
declive político y financiero del clan. Pese a todo, la saga de los Médicis aún sobrevivió durante largos años a
su decadencia, como lo demuestra el hecho de que dos de sus miembros se sentaran en el solio pontificio
(Clemente VII y León X) y otros dos alcanzaran la dignidad real (Catalina y María de Médicis,ambas reinas
de Francia).
Entre las notas que caracterizaron la metodología operativa de los comerciantes florentinos merecen
significarse su inclinación por los procedimientos de componenda negociada, ciertamente inusuales en una
época más proclive a la confrontación, y la preponderancia que concedieron en sus operaciones comerciales a
los aspectos financieros sobre los de índole estrictamente mercantil. Más que comerciantes, pues, fueron
traficantes en dinero, es decir, banqueros. De su pericia negociadora, de la que ellos mismos se ufanaban, da
buena prueba el hecho de que Florencia fuese el único Estado del occidente europeo que mantuvo por
entonces excelentes relaciones con el Imperio Otomano, relaciones en las que el lucro y el beneficio primaron
en todo momento sobre cualquier otra consideración.
Por lo que se refiere a las peculiaridades psíquicas propias del sujeto mercantil, eso que en un alarde
eufemístico ha dado en calificarse como "virtudes burguesas", bien podría decirse que éstas alcanzaron en los
negociantes florentinos su más nítida manifestación. Como será fácil advertir, nos estamos refiriendo a la
racionalización a ultranza de la administración económica y, por extensión, de la vida en general, de la
austeridad, la diligencia, la economicidad, la laboriosidad, la templanza y demás atributos prototípicos de la
mentalidad mercantilista. Atributos que una mistificación secular de muy diverso signo ha venido presentando
bajo la forma de otras tantas categorías morales, cuando lo cierto es que nunca tuvieron otra causa o razón de
ser que el puro y simple utilitarismo. Y buena muestra de ello nos la ofrece un próspero mercader florentino
de la época, Leon Battista Alberti, cuyos escritos constituyen un documento de inapreciable valor para
comprender la mentalidad que impregnaba el quehacer de la burguesía emergente del momento. Por otra
parte, las reflexiones de dicho personaje, recogidas en un libro titulado "Del Goberno della Famiglia",
gozaron ya en su época, y durante mucho tiempo después, de una notable popularidad, y en ellas puede
encontrarse un perfecto prontuario del espíritu florentino, en concreto, y de la mentalidad mercantilista en
general. De hecho, todos los preceptos y recomendaciones de tales escritos se verían reproducidos casi con
exactitud en textos muy posteriores y de muy diversa nacionalidad.
Así, tras pasar revista en su obra a las ya mencionadas cualidades "morales" que deben presidir la vida del
buen mercader, el florentino Alberti deja traslucir la razón última de tanta virtud con frases como éstas: "Hijos
míos, sed caritativos como lo manda nuestra santa Iglesia, pero preferid el amigo afortunado al desgraciado, y
el rico al pobre. El mayor arte de la vida consiste en parecer caritativo y superar al astuto en astucia"; "La
honestidad es siempre la mejor maestra de la virtud, la más fiel compañera de las buenas costumbres, la
madre de una existencia feliz. Nos es extraordinariamente útil, porque si nos consagramos sin descanso al
cultivo de la honestidad seremos ricos y nos ganaremos el elogio y la veneración generales".
Está bien claro, pues, que las tan manidas virtudes burguesas no fueron nunca sino un cúmulo de
estereotipos, o lo que es lo mismo, una serie de condicionantes imprescindibles en determinadas
circunstancias para la prosperidad y buena marcha de los negocios. Estereotipos, en definitiva, que en modo
alguno constituyen los rasgos esenciales y definitorios del capitalismo, que podrá ser austero u ostentoso,
pacato o libertino, negociador o brutal, según convenga en cada momento y circunstancia, pero cuya genuina
caracterización vendrá siempre marcada por una visión economicista, utilitarista y materialista de la
existencia. Es esto último lo que constituye la auténtica esencia de la idiosincrasia burguesa, algo que, en
rigor, no podría asimilarse hoy al capitalismo de manera restrictiva, sino, más propiamente, a la mentalidad
contemporánea en su totalidad, y ello por la sencilla razón de que los fundamentos esenciales del capitalismo
moderno (materialismo, positivismo, economicismo, utilitarismo, etc.) fueron la matriz ideológica en la que
se inspiraron las doctrinas supuestamente antagónicas surgidas con posterioridad.
Todo apunta, por tanto, al siglo XIV como el punto de partida de la mentalidad mercantilista moderna, y no
sólo por la forma en que ésta se iba plasmar en los agiotistas florentinos y en otros traficantes coetáneos
suyos, sino también por el clima de apego desmedido a los bienes materiales que por entonces comenzó a
generalizarse, y del que dan buena cuenta numerosos testimonios de la época. Precisamente, uno de los
sectores donde con mayor virulencia se manifestó ese "lucri rabies" del que hablan las crónicas fue el eclesial.
El propio Alberti, nada sospechoso de tendenciosidad al respecto, señalaría más de una vez en sus escritos que
la codicia y el afán de lucro desmedido eran rasgos sumamente extendidos entre los clérigos de su tiempo. Del
papa Juan XXII escribió el comerciante florentino en estos términos: "Tenía defectos y, sobre todo, aquél que,
como es sabido, es común a casi todos los clérigos: era codicioso en grado sumo".
Pero el mal, restringido en un principio a determinados círculos sociales (la putrefacción comienza siempre
por arriba), no tardaría en extenderse al resto de la población, muy especialmente en los países de mayor
desarrollo mercantil de la Europa occidental (Italia, Alemania, Francia). Así habrían de reflejarlo fuentes tan
heterogéneas como los cantares del Carmina Burana, la "Descripción de Florencia" de Dante, o los escritos
posteriores de Erasmo de Rotterdam, en uno de los cuales se lamenta de que "todo el mundo obedece al
dinero", una descripción de su época que a buen seguro le habría parecido exagerada de haber conocida la
sociedad de consumo actual.
Con todo, el acontecimiento más significativo de la mentalidad económica surgida en la época renacentista
no sería tanto el auge del mercantilismo como la irrupción del préstamo pecuniario a modo de herramienta
comercial de primera magnitud. Una práctica hasta entonces secundaria y casi restringida al círculo de los
agiotistas judíos, y que a partir del siglo XIV comenzó a convertirse en un instrumento fundamental del nuevo
sistema económico. Iniciaba así su andadura el capitalismo financiero, que no representa sino un eslabón
superior, un salto cualitativo respecto del capitalismo meramente mercantil, y cuyas funestas consecuencias
habrían de hacerse bien patentes con el transcurso del tiempo. Dado que en el marco implantado por el
capitalismo financiero queda eliminada toda noción de corporeidad, el acto económico se convierte en algo de
naturaleza puramente abstracta, posibilitándose con ello el lucro a costa del trabajo de terceros y, lo que es
peor, el dominio absoluto de toda la realidad económica, política y social. Añádase a esto el hecho de que el
sistema monetario está desde hace tiempo en manos de las grandes entidades financieras, lo que les confiere a
éstas la potestad no ya de traficar con el dinero ajeno, sino incluso de crearlo de la nada, consolidando de esta
forma su dominio a partir de una entelequia irreal. Una circunstancia que Frederick Soddy, nobel de
Economía en 1921, calificaría certeramente con estas palabras: "el rasgo más siniestro y antisocial del dinero
escriptural es que no tiene existencia real".
Finalmente, no podrá cerrarse este epígrafe sin poner de manifiesto las notables diferencias existentes entre
el concepto de "libre mercado", tal y como era entendido éste en la época renacentista, y el que sostiene la
ideología actual, diferencias debidas, naturalmente, a la inexorable dinámica expansiva propia de la economía
capitalista. En efecto, la libre actividad comercial de entonces, contrariamente al modelo actual, estuvo
sometida en sus inicios a una serie de restricciones elementales absolutamente impensables hoy. De hecho, en
los albores del capitalismo la competencia mercantil no constituía un principio supremo al que pudiera
apelarse para traspasar ciertos límites considerados entonces infranqueables. Límites entre los que figuraban
el abaratamiento intencionado de precios para arruinar al competidor, o la propaganda destinada tanto a
sobrestimar los propios productos como a menospreciar los de cualquier otro comerciante. No hará falta
comentar que en la época actual, en que el principio del lucro y del beneficio prevalece sobre cualquier otra
consideración, aquellos antiguos escrúpulos, por elementales que pudieran parecer, serían considerados
irrisorios. Lo mismo podría decirse de la austeridad y el recato postulados por los doctrinarios del capitalismo
temprano, conceptos que por entonces no limitaban su aplicación a la administración de los negocios, sino
que se hacían extensivos a la propia vida privada, y ello por las razones de utilidad ya comentadas. Es
evidente que, con el transcurso del tiempo, aquel afán economizador en la gestión comercial no sólo se ha
mantenido, sino que, en virtud de uno de los principios esenciales del mercantilismo contemporáneo (la
reducción de costes), se ha acentuado progresivamente. Sin embargo, la vida social y la esfera privada de los
grandes magnates económicos hace ya largo tiempo que no participan de los esquemas arcaicos,
constituyendo, por el contrario, un verdadero alarde de lujo y ostentación. Lo que pone de manifiesto una vez
más la naturaleza de esos estereotipos aglutinados bajo el tópico de las "virtudes burguesas", meros
convencionalismos circunstanciales de los que se prescindió tan pronto como dejaron de ser necesarios.
Así pues, el concepto de libre mercado, tal y como es entendido en el presente, y la idea de una publicidad
dirigida a perseguir y asaltar a los potenciales clientes, era algo totalmente extraño a la mentalidad
predominante por aquel entonces. En ningún código ideológico o moral de la Europa renacentista tuvieron
cabida semejantes conceptos, con la única excepción de la literaratura rabínica y, más concretamente, del
Talmud. Y aunque este último hecho no carezca de importancia, tampoco constituye la clave que sirva para
explicar de manera concluyente la irrupción y el asentamiento del modelo capitalista, como determinados
tratadistas (Sombart entre los más notables) han pretendido explicar. Baste decir al respecto que dicho modelo
económico debió buena parte de su arraigo a la activa participación de individuos y sectores sociales cuyo
acervo cultural e ideológico poco tenían que ver con el judaico. Menos consistente aún es el argumento de la
teórica incompatibilidad entre el capitalismo y el código religioso vigente en la Europa renacentista, ya que en
tiempos de putrefacción los reglamentos morales no son sino letra muerta, o peor aún, meras herramientas de
sórdida instrumentalización.
Todo lo apuntado no impide ser cierto el importante papel desempeñado por la plutocracia judía en la
consolidación del capitalismo, al punto que todo intento por describir la evolución y el desarrollo de la
sociedad moderna prescindiendo de dicha participación sería tanto como falsificar la Historia, además de
suponer un injusto escamoteo de los méritos contraídos por la oligarquía israelita con el sistema vigente y tan
unánimemente ensalzado en la actualidad. Por lo demás, no deja de ser paradójico que hayan sido
precisamente autores hebreos quienes con más claridad y rigor han escrito sobre este asunto hoy tabú
(Bernard Lazare, Marcus Ravage, Artur Koestler, Benjamín Beit, Alfred Lilienthal, etc.). Autores que
constituyen la mejor fuente de información al respecto, además de la única a la que los intoxicadores de
oficio no podrán aplicar el acostumbrado sambenito del antisemitismo.
Dicho esto, volvamos, pues, al tema apuntado líneas atrás, esto es, al reglamento talmúdico, para significar
que, efectivamente, son varios los preceptos de ese código que recogen el principio en virtud del cual la
conducta de sus seguidores deberá atenerse a normas distintas según se trate de miembros de su comunidad o
de individuos ajenos a ella. A estos últimos, es decir,a los goim (término mediante el que se designa a los no-
judíos), es lícito "mentirles y trampearlos". Una concepción que, aplicada al terreno mercantil, alcanzaría uno
de sus momentos álgidos en la Polonia del Antiguo Régimen, tal y como lo refleja un apunte sobre el
particular tan poco sospechoso de animosidad como el del rabino e historiador Heinrich Graetz, quien
describió el proceder de los mercaderes hebreos de aquella época con estas palabras: "Líos y tergiversaciones,
artimañas jurídicas, chocarrería y una cerrazón total ante todo lo que se hallase fuera de su horizonte, en eso
consistía la esencia y forma de vida de los judíos polacos.....La honradez y la rectitud les eran tan ajenas
como la sencillez y la veracidad. Esta cuadrilla asimiló las mañosas enseñanzas de las escuelas superiores
(rabínicas) y las utilizaba para engañar a los menos astutos, experimentando con ello una especie de gozo
triunfal. Claro es que su argucias difícilmente podían emplearlas contra sus hermanos de religión, que se las
sabían todas; pero el mundo no-judío con que trataban sufrió en sus propias carnes la superioridad del ingenio
talmúdico del judío polaco....La depravación de los judíos polacos acabó volviéndose contra ellos de manera
sangrienta, y tuvo como consecuencia el que la restante judería europea se contagiara durante un tiempo del
modo de ser polaco. Con la emigración de los judíos polacos (a raíz de las persecuciones cosacas) se
polonizó, por así decirlo, todo el mundo judío".
En cualquier caso, y situándonos en el momento presente, la cuestión principal hoy ya no es tanto la
libertad estrictamente mercantil, que incluso podría considerarse como un asunto menor, sino el libertinaje
que preside el movimiento del capital transnacional y la impunidad con la que operan los grandes traficantes
financieros. Y todo ello al amparo del "libre mercado", una falacia refrendada por todos los foros políticos
subordinados a la Alta Finanza mundial, entre los que figura por méritos propios el engendro pergeñado en
Maastricht.
En eso, en el dominio absoluto de una reducida oligarquía, consiste el concepto de "libertad" alumbrado
por el modelo capitalista, gracias al cual ha podido configurarse una sociedad de siervos alienados y
envilecidos por el consumo material.
Ya en una fase tan temprana de la alta Edad Media como el siglo sexto, Gregorio de Tours narra que, con
motivo de la entrada del rey Gontran en Orleans, acaecida el año 585, el monarca fue aclamado por la
muchedumbre "en latín y en la lengua de los sirios". Poco después, en el 591, el rey Clotario concedía la sede
episcopal de París a un acaudalado mercader sirio, tras el oportuno desembolso por parte de éste de una
importante suma pecuniaria. No obstante, la numerosa presencia de mercaderes y negociantes sirios en la
Europa medieval desapareció casi por completo, y por causas escasamente conocidas, hacia principios del
siglo IX, momento a partir del cual su lugar sería ocupado por sus principales competidores, los comerciantes
judíos.
Durante los cinco siglos siguientes, la trayectoria de los mercaderes israelitas en territorio europeo se verá
envuelta en una compleja sucesión de éxitos económicos y de vicisitudes políticas de muy diverso signo.
Duramente tratados por varios monarcas visigodos y burgundios, su momento de mayor esplendor e
influencia se producirá en la Francia Carolingia, período después del cual sus condiciones fueron empeorando
progresivamente hasta desembocar en la expulsión decretada en 1306 por el rey Felipe el Hermoso, que
confiscó todas sus propiedades. A partir de aquel suceso habrá que esperar tres siglos para advertir
nuevamente la presencia de los empresarios y banqueros judíos en los primeros lugares de la economía
europea, coincidiendo con la gran eclosión mercantil y financiera que se produjo a lo largo del siglo XVII en
los Países Bajos. Desde entonces, y ya sin interrupción, su auge no haría sino ir en aumento.
Pero el interdicto del trono francés no afectó únicamente a los negociantes hebreos, sino que se hizo
extensivo a los otros dos grandes poderes económicos de la época: los Templarios y los mercaderes
lombardos, aunque los resultados del golpe fueron distintos en cada caso. Así, mientras que la Orden del
Temple, principal potencia financiera por entonces, se precipitó a raíz de aquel evento en un declive
irremisible en prácticamente todo el occidente europeo, para los empresarios lombardos el suceso apenas
supuso un contratiempo limitado al territorio francés y al reinado del citado monarca. En sus restantes
dominios, y muy especialmente en el ámbito mediterráneo, su poderío permanecería inalterable, hasta el
punto de poder afirmarse que con ellos se inició la configuración de los elementos que iban a dar paso al
capitalismo renacentista y moderno.
No obstante, dentro de la denominación genérica de lombardos debe significarse la existencia de dos
grupos claramente diferenciados, tanto por sus actividades mercantiles como por los métodos y
procedimientos que caracterizaron a cada uno de ellos. Tales fueron, de un lado, los mercaderes florentinos, y
de otro, los grandes empresarios genoveses y venecianos. En cualquier caso, la preponderancia económica
alcanzada por todos ellos a partir del siglo XIV se hizo ostensible no solamente en la cuenca mediterránea,
sino también en países como Alemania, Francia o Inglaterra, al punto que durante las tres centurias siguientes
la denominación de lombardo fue sinónimo en toda Europa de prestamista usurario.
Si fuese preciso citar un nombre paradigmático de la influencia y el poderío alcanzados por los magnates
florentinos, éste no podría ser otro que el de la familia Médicis, cuya trayectoria e intereses discurrieron por lo
regular íntimamente ligados a los del Estado Vaticano. De hecho, Juan de Médicis, fundador de la dinastía,
fue el banquero oficial de los papas Juan XXII y Martín V, siendo su hijo Cosme quien gestionó y administró
todos los movimientos de fondos destinados a financiar el Concilio de Basilea de 1431. Pero el momento de
máximo esplendor de la familia se iba a alcanzar con un biznieto de Juan de Médicis, Lorenzo el Magnífico,
quien tomó parte activa en casi todas las disputas y querellas europeas de su época, aunque el escaso tino que
demostró en tales menesteres le acarreó un cúmulo de reveses y enemistades que acabarían provocando el
declive político y financiero del clan. Pese a todo, la saga de los Médicis aún sobrevivió durante largos años a
su decadencia, como lo demuestra el hecho de que dos de sus miembros se sentaran en el solio pontificio
(Clemente VII y León X) y otros dos alcanzaran la dignidad real (Catalina y María de Médicis,ambas reinas
de Francia).
Entre las notas que caracterizaron la metodología operativa de los comerciantes florentinos merecen
significarse su inclinación por los procedimientos de componenda negociada, ciertamente inusuales en una
época más proclive a la confrontación, y la preponderancia que concedieron en sus operaciones comerciales a
los aspectos financieros sobre los de índole estrictamente mercantil. Más que comerciantes, pues, fueron
traficantes en dinero, es decir, banqueros. De su pericia negociadora, de la que ellos mismos se ufanaban, da
buena prueba el hecho de que Florencia fuese el único Estado del occidente europeo que mantuvo por
entonces excelentes relaciones con el Imperio Otomano, relaciones en las que el lucro y el beneficio primaron
en todo momento sobre cualquier otra consideración.
Por lo que se refiere a las peculiaridades psíquicas propias del sujeto mercantil, eso que en un alarde
eufemístico ha dado en calificarse como "virtudes burguesas", bien podría decirse que éstas alcanzaron en los
negociantes florentinos su más nítida manifestación. Como será fácil advertir, nos estamos refiriendo a la
racionalización a ultranza de la administración económica y, por extensión, de la vida en general, de la
austeridad, la diligencia, la economicidad, la laboriosidad, la templanza y demás atributos prototípicos de la
mentalidad mercantilista. Atributos que una mistificación secular de muy diverso signo ha venido presentando
bajo la forma de otras tantas categorías morales, cuando lo cierto es que nunca tuvieron otra causa o razón de
ser que el puro y simple utilitarismo. Y buena muestra de ello nos la ofrece un próspero mercader florentino
de la época, Leon Battista Alberti, cuyos escritos constituyen un documento de inapreciable valor para
comprender la mentalidad que impregnaba el quehacer de la burguesía emergente del momento. Por otra
parte, las reflexiones de dicho personaje, recogidas en un libro titulado "Del Goberno della Famiglia",
gozaron ya en su época, y durante mucho tiempo después, de una notable popularidad, y en ellas puede
encontrarse un perfecto prontuario del espíritu florentino, en concreto, y de la mentalidad mercantilista en
general. De hecho, todos los preceptos y recomendaciones de tales escritos se verían reproducidos casi con
exactitud en textos muy posteriores y de muy diversa nacionalidad.
Así, tras pasar revista en su obra a las ya mencionadas cualidades "morales" que deben presidir la vida del
buen mercader, el florentino Alberti deja traslucir la razón última de tanta virtud con frases como éstas: "Hijos
míos, sed caritativos como lo manda nuestra santa Iglesia, pero preferid el amigo afortunado al desgraciado, y
el rico al pobre. El mayor arte de la vida consiste en parecer caritativo y superar al astuto en astucia"; "La
honestidad es siempre la mejor maestra de la virtud, la más fiel compañera de las buenas costumbres, la
madre de una existencia feliz. Nos es extraordinariamente útil, porque si nos consagramos sin descanso al
cultivo de la honestidad seremos ricos y nos ganaremos el elogio y la veneración generales".
Está bien claro, pues, que las tan manidas virtudes burguesas no fueron nunca sino un cúmulo de
estereotipos, o lo que es lo mismo, una serie de condicionantes imprescindibles en determinadas
circunstancias para la prosperidad y buena marcha de los negocios. Estereotipos, en definitiva, que en modo
alguno constituyen los rasgos esenciales y definitorios del capitalismo, que podrá ser austero u ostentoso,
pacato o libertino, negociador o brutal, según convenga en cada momento y circunstancia, pero cuya genuina
caracterización vendrá siempre marcada por una visión economicista, utilitarista y materialista de la
existencia. Es esto último lo que constituye la auténtica esencia de la idiosincrasia burguesa, algo que, en
rigor, no podría asimilarse hoy al capitalismo de manera restrictiva, sino, más propiamente, a la mentalidad
contemporánea en su totalidad, y ello por la sencilla razón de que los fundamentos esenciales del capitalismo
moderno (materialismo, positivismo, economicismo, utilitarismo, etc.) fueron la matriz ideológica en la que
se inspiraron las doctrinas supuestamente antagónicas surgidas con posterioridad.
Todo apunta, por tanto, al siglo XIV como el punto de partida de la mentalidad mercantilista moderna, y no
sólo por la forma en que ésta se iba plasmar en los agiotistas florentinos y en otros traficantes coetáneos
suyos, sino también por el clima de apego desmedido a los bienes materiales que por entonces comenzó a
generalizarse, y del que dan buena cuenta numerosos testimonios de la época. Precisamente, uno de los
sectores donde con mayor virulencia se manifestó ese "lucri rabies" del que hablan las crónicas fue el eclesial.
El propio Alberti, nada sospechoso de tendenciosidad al respecto, señalaría más de una vez en sus escritos que
la codicia y el afán de lucro desmedido eran rasgos sumamente extendidos entre los clérigos de su tiempo. Del
papa Juan XXII escribió el comerciante florentino en estos términos: "Tenía defectos y, sobre todo, aquél que,
como es sabido, es común a casi todos los clérigos: era codicioso en grado sumo".
Pero el mal, restringido en un principio a determinados círculos sociales (la putrefacción comienza siempre
por arriba), no tardaría en extenderse al resto de la población, muy especialmente en los países de mayor
desarrollo mercantil de la Europa occidental (Italia, Alemania, Francia). Así habrían de reflejarlo fuentes tan
heterogéneas como los cantares del Carmina Burana, la "Descripción de Florencia" de Dante, o los escritos
posteriores de Erasmo de Rotterdam, en uno de los cuales se lamenta de que "todo el mundo obedece al
dinero", una descripción de su época que a buen seguro le habría parecido exagerada de haber conocida la
sociedad de consumo actual.
Con todo, el acontecimiento más significativo de la mentalidad económica surgida en la época renacentista
no sería tanto el auge del mercantilismo como la irrupción del préstamo pecuniario a modo de herramienta
comercial de primera magnitud. Una práctica hasta entonces secundaria y casi restringida al círculo de los
agiotistas judíos, y que a partir del siglo XIV comenzó a convertirse en un instrumento fundamental del nuevo
sistema económico. Iniciaba así su andadura el capitalismo financiero, que no representa sino un eslabón
superior, un salto cualitativo respecto del capitalismo meramente mercantil, y cuyas funestas consecuencias
habrían de hacerse bien patentes con el transcurso del tiempo. Dado que en el marco implantado por el
capitalismo financiero queda eliminada toda noción de corporeidad, el acto económico se convierte en algo de
naturaleza puramente abstracta, posibilitándose con ello el lucro a costa del trabajo de terceros y, lo que es
peor, el dominio absoluto de toda la realidad económica, política y social. Añádase a esto el hecho de que el
sistema monetario está desde hace tiempo en manos de las grandes entidades financieras, lo que les confiere a
éstas la potestad no ya de traficar con el dinero ajeno, sino incluso de crearlo de la nada, consolidando de esta
forma su dominio a partir de una entelequia irreal. Una circunstancia que Frederick Soddy, nobel de
Economía en 1921, calificaría certeramente con estas palabras: "el rasgo más siniestro y antisocial del dinero
escriptural es que no tiene existencia real".
Finalmente, no podrá cerrarse este epígrafe sin poner de manifiesto las notables diferencias existentes entre
el concepto de "libre mercado", tal y como era entendido éste en la época renacentista, y el que sostiene la
ideología actual, diferencias debidas, naturalmente, a la inexorable dinámica expansiva propia de la economía
capitalista. En efecto, la libre actividad comercial de entonces, contrariamente al modelo actual, estuvo
sometida en sus inicios a una serie de restricciones elementales absolutamente impensables hoy. De hecho, en
los albores del capitalismo la competencia mercantil no constituía un principio supremo al que pudiera
apelarse para traspasar ciertos límites considerados entonces infranqueables. Límites entre los que figuraban
el abaratamiento intencionado de precios para arruinar al competidor, o la propaganda destinada tanto a
sobrestimar los propios productos como a menospreciar los de cualquier otro comerciante. No hará falta
comentar que en la época actual, en que el principio del lucro y del beneficio prevalece sobre cualquier otra
consideración, aquellos antiguos escrúpulos, por elementales que pudieran parecer, serían considerados
irrisorios. Lo mismo podría decirse de la austeridad y el recato postulados por los doctrinarios del capitalismo
temprano, conceptos que por entonces no limitaban su aplicación a la administración de los negocios, sino
que se hacían extensivos a la propia vida privada, y ello por las razones de utilidad ya comentadas. Es
evidente que, con el transcurso del tiempo, aquel afán economizador en la gestión comercial no sólo se ha
mantenido, sino que, en virtud de uno de los principios esenciales del mercantilismo contemporáneo (la
reducción de costes), se ha acentuado progresivamente. Sin embargo, la vida social y la esfera privada de los
grandes magnates económicos hace ya largo tiempo que no participan de los esquemas arcaicos,
constituyendo, por el contrario, un verdadero alarde de lujo y ostentación. Lo que pone de manifiesto una vez
más la naturaleza de esos estereotipos aglutinados bajo el tópico de las "virtudes burguesas", meros
convencionalismos circunstanciales de los que se prescindió tan pronto como dejaron de ser necesarios.
Así pues, el concepto de libre mercado, tal y como es entendido en el presente, y la idea de una publicidad
dirigida a perseguir y asaltar a los potenciales clientes, era algo totalmente extraño a la mentalidad
predominante por aquel entonces. En ningún código ideológico o moral de la Europa renacentista tuvieron
cabida semejantes conceptos, con la única excepción de la literaratura rabínica y, más concretamente, del
Talmud. Y aunque este último hecho no carezca de importancia, tampoco constituye la clave que sirva para
explicar de manera concluyente la irrupción y el asentamiento del modelo capitalista, como determinados
tratadistas (Sombart entre los más notables) han pretendido explicar. Baste decir al respecto que dicho modelo
económico debió buena parte de su arraigo a la activa participación de individuos y sectores sociales cuyo
acervo cultural e ideológico poco tenían que ver con el judaico. Menos consistente aún es el argumento de la
teórica incompatibilidad entre el capitalismo y el código religioso vigente en la Europa renacentista, ya que en
tiempos de putrefacción los reglamentos morales no son sino letra muerta, o peor aún, meras herramientas de
sórdida instrumentalización.
Todo lo apuntado no impide ser cierto el importante papel desempeñado por la plutocracia judía en la
consolidación del capitalismo, al punto que todo intento por describir la evolución y el desarrollo de la
sociedad moderna prescindiendo de dicha participación sería tanto como falsificar la Historia, además de
suponer un injusto escamoteo de los méritos contraídos por la oligarquía israelita con el sistema vigente y tan
unánimemente ensalzado en la actualidad. Por lo demás, no deja de ser paradójico que hayan sido
precisamente autores hebreos quienes con más claridad y rigor han escrito sobre este asunto hoy tabú
(Bernard Lazare, Marcus Ravage, Artur Koestler, Benjamín Beit, Alfred Lilienthal, etc.). Autores que
constituyen la mejor fuente de información al respecto, además de la única a la que los intoxicadores de
oficio no podrán aplicar el acostumbrado sambenito del antisemitismo.
Dicho esto, volvamos, pues, al tema apuntado líneas atrás, esto es, al reglamento talmúdico, para significar
que, efectivamente, son varios los preceptos de ese código que recogen el principio en virtud del cual la
conducta de sus seguidores deberá atenerse a normas distintas según se trate de miembros de su comunidad o
de individuos ajenos a ella. A estos últimos, es decir,a los goim (término mediante el que se designa a los no-
judíos), es lícito "mentirles y trampearlos". Una concepción que, aplicada al terreno mercantil, alcanzaría uno
de sus momentos álgidos en la Polonia del Antiguo Régimen, tal y como lo refleja un apunte sobre el
particular tan poco sospechoso de animosidad como el del rabino e historiador Heinrich Graetz, quien
describió el proceder de los mercaderes hebreos de aquella época con estas palabras: "Líos y tergiversaciones,
artimañas jurídicas, chocarrería y una cerrazón total ante todo lo que se hallase fuera de su horizonte, en eso
consistía la esencia y forma de vida de los judíos polacos.....La honradez y la rectitud les eran tan ajenas
como la sencillez y la veracidad. Esta cuadrilla asimiló las mañosas enseñanzas de las escuelas superiores
(rabínicas) y las utilizaba para engañar a los menos astutos, experimentando con ello una especie de gozo
triunfal. Claro es que su argucias difícilmente podían emplearlas contra sus hermanos de religión, que se las
sabían todas; pero el mundo no-judío con que trataban sufrió en sus propias carnes la superioridad del ingenio
talmúdico del judío polaco....La depravación de los judíos polacos acabó volviéndose contra ellos de manera
sangrienta, y tuvo como consecuencia el que la restante judería europea se contagiara durante un tiempo del
modo de ser polaco. Con la emigración de los judíos polacos (a raíz de las persecuciones cosacas) se
polonizó, por así decirlo, todo el mundo judío".
En cualquier caso, y situándonos en el momento presente, la cuestión principal hoy ya no es tanto la
libertad estrictamente mercantil, que incluso podría considerarse como un asunto menor, sino el libertinaje
que preside el movimiento del capital transnacional y la impunidad con la que operan los grandes traficantes
financieros. Y todo ello al amparo del "libre mercado", una falacia refrendada por todos los foros políticos
subordinados a la Alta Finanza mundial, entre los que figura por méritos propios el engendro pergeñado en
Maastricht.
En eso, en el dominio absoluto de una reducida oligarquía, consiste el concepto de "libertad" alumbrado
por el modelo capitalista, gracias al cual ha podido configurarse una sociedad de siervos alienados y
envilecidos por el consumo material.
Miér Dic 28, 2016 4:40 am por ElT8NY
» Copa Libertadores 2016
Jue Jul 07, 2016 3:14 pm por Fundacion.P.Ecologista.U.
» Cs Giorgian Kerdeux
Jue Jul 07, 2016 3:14 pm por Fundacion.P.Ecologista.U.
» Que estás escuchando?
Mar Mayo 31, 2016 3:14 pm por Fundacion.P.Ecologista.U.
» cs foril......................
Lun Mayo 30, 2016 2:11 pm por Fundacion.P.Ecologista.U.
» CP ?????????????????????????????
Dom Mayo 08, 2016 9:41 pm por WencesCirilo
» ciudadania
Mar Feb 09, 2016 11:32 pm por Fundacion.P.Ecologista.U.
» Soliciud de ciudadanía
Mar Feb 09, 2016 6:38 pm por GenioKPO
» Intercambio
Lun Feb 08, 2016 12:49 am por AlexFlow